Le dolía el cuerpo, le dolían las costillas y el labio, recordaba el
olor de esa mano que le barrió el rostro, muy de hombre, intenso, los restos de
alguna colonia impresa en esa piel que había erosionado la de su rostro. Le
dolía la cabeza y tenía una especie de quemadura en la sien, como si el
puñetazo hubiese sido de refilón, como si ese golpe tan solo hubiese buscado
marearla y no dejarla sin sentido.
Sara se curaba las heridas de la cara con la yema de los dedos, se
untaba crema para intentar disimular las
manchas violáceas que comenzaban a aflorar y trataba de dejar de llorar…, tan solo
lo conseguía cuando asomaba la reclusa y un deseo brutal la empujaba a cargar
varios bidones de gasolina en la C15 para vaciarlos en el rastro del bosnio…,
ya lo había buscado en Google.
Le dolía el corazón, le dolía el alma y aún se estremecía cuando
recordaba el empujón, el ruido de la puerta de chapa, sus propios golpes, sus
gruñidos, la voz del hombre con un leve acento extranjero, pero también la
calma de esa voz, el aplomo, la autoridad con que impidió que le robasen la
Thonet… demasiada autoridad, demasiado aplomo para que fuese un simple
delincuente. Ese hombre conocía el valor del Papa Bear y también
parecía conocerla a ella.
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