- Doctor Freud, no le entiendo, le acabo de diagnosticar un cáncer de paladar y se dispone a encender ese cigarro... creo que eso no le va a beneficiar, de hecho me atrevería a decir que el cáncer se lo ha causado el propio tabaco.
El psicoanalista se encogió de hombros y arqueó las cejas, se arrellanó en la butaca y prendió el pitillo.
- Es una teoría interesante, lo que me molesta es no saber que causa estas degeneraciones del cuerpo..., si ese mal estuviese en nuestra mente me podría curar por mi mismo -respondió Sigmund Freud, aspirando al humo y dejándolo escapar frente al rostro del especialista.
Su rostro se difuminó envuelto en la nube de humo que siempre había acompañado al neurólogo durante sus investigaciones, durante sus polémicas conferencias o durante esos momentos en los que se tumbaba en el mismo diván en el que lo hacían sus pacientes.
Giraba la cabeza lentamente hasta encontrarse con la peculiar silueta de su sillón antropomorfo y sonreía al recordar las reticencias del ebanista al que se lo encargó, recordaba la expresión de asco y sorpresa de aquel artesano que continuamente negaba con la cabeza y recordaba también la expresión aterrada del tapicero que lo forró con piel.
Su rostro se difuminó envuelto en la nube de humo que siempre había acompañado al neurólogo durante sus investigaciones, durante sus polémicas conferencias o durante esos momentos en los que se tumbaba en el mismo diván en el que lo hacían sus pacientes.
Giraba la cabeza lentamente hasta encontrarse con la peculiar silueta de su sillón antropomorfo y sonreía al recordar las reticencias del ebanista al que se lo encargó, recordaba la expresión de asco y sorpresa de aquel artesano que continuamente negaba con la cabeza y recordaba también la expresión aterrada del tapicero que lo forró con piel.
- Lléveselo ya que me espanta a los clientes -llegó a decirle cuando terminó de clavar la ultima tachuela.
Y el sillón le observaba, erguido, con sus brazos separados y con la piel ya vieja, impregnada con su olor, con el sudor y aún caliente, pero enfriándose poco a poco .
Freud asintió, le habló al sillón como le hablaban sus pacientes, dio otra calada y sintió como toda su garganta ardía..., el cáncer continuaba devorándole el paladar, las células se destruían a si mismas, mientras las experiencias y los traumas reprimidos de la infancia observaban impotentes como aquellas células lo destruían todo, mientras el psicoanalista perdía el control de su psique envuelto en las sobredosis de morfina, dejó de percibir ese fuego que carbonizaba su garganta y la oscuridad engulló sus recuerdos para siempre.
El sillón quedó allí..., tras su escritorio, hasta que Antonio Ferrer se fijó en él y nos pidió que lo devolviésemos a la vida.
Simplemente sublime, Pedro.
ResponderEliminarMario.
Je, je, je..., gracias Mario, de vez en cuando las musas son generosas.
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