Durante unos instantes me quedo escuchando el sonido de Duna, mi custon del color del desierto y despues recorro la calle sintiendo el aire caliente en mis antebrazos y en las piernas desnudas, el pantalon corto se arremagan hacia arriba de los muslos y deja ver la raya blanca que deja el culotte de ciclista de montaña.
Unos minutos despues el calor empieza a escapar de los cilindros en V y decido acelerar un poco por la Avenida del Cid, el aire alivia un poco el calor, pero es al tumbar trazando la curva del tunel cuando percibo algo de aire fresco, despues, al emerger de nuevo a la ciudad, el aire caliente vuelve a envolverme. Acelero, salto de un caril a otro, noto como la vieja Virago empuja desde su V-twin y me desvio a la derecha, paro frente a la tapiceria de Juan y enseguida distingo las dos butaquitas que le serví la semana pasada, pero ya tapizadas en una desenfadada tela a rayas rojas y blancas, que se van sucediendo entre los reposabrazos y los cojines, entre el respaldo y el asiento, con elegancia y gusto.
Vicente esta fondo del taller, sentado en su banqueta de siempre y repasando las ataduras de unos muelles cobreados que en su dia dieron forma y elasticidad al asiento de un bañera cerrado, algo recto de lineas y lejos de las hechuras de mi padre.
Frente a él descansan media docena de sillas ya terminadas, también vestidas con un tejido a rayas, pero mas discreto y mas acorde con el estilo de las sillas.
Es viernes, estoy algo mas relajado que durante la intensa semana y durante unos minutos observo las manos de Vicente yendo y viniendo de muelle en muelle y entre nudo y nudo.