El miliciano se inquietó y trató de
distinguir la sombra que se había movido allí abajo, por encima del camino de
tierra que subía desde la Cartuja de Porta Coeli y que atravesaba el valle de
Lullen. La pista ascendía serpenteando entre las laderas y casi confundida en
la oscuridad que empezaba a posarse allí en los hondos y en los estrechos,
donde las ultimas luces del ocaso desaparecían entre los peñascos de rodeno y
los espesos pinares.
Volvió a ver esa sombra y voceó nervioso y encarándose el fusil
ametrallador, sujetándolo con fuerza y percibiendo intensamente el olor de las
grasas y los aceites.
- ¡Alto..!, ¡¿ quien va…!?, ¿¡ quien va…!?.
Su voz resonó en medio de la calma del valle y las mismas montañas
parecieron responderle con un débil eco.
Apretó el gatillo y la violenta ráfaga le hizo cerrar los ojos mientras
la culata coceaba su hombro brutalmente y un abanico de balas enloquecidas se precipitaba
contra el rodeno de la sierra Calderona, contra las ramas de sus pinos, contra
esa tierra rojiza que se revolvió en una polvareda de esquirlas y chispazos.
Las detonaciones rebotaron en las laderas y corrieron entre sus valles,
despertaron a los perros, se llevaron el estruendo hasta el ultimo rincón de la
serranía y el presidente giró la cabeza nervioso hacia los ventanales, dejó de
escribir en el cuaderno y volvió a recordar con amargura y pesar que España
seguía en guerra, pese que allí, en aquella masía envuelta por las suaves
cumbres de la Calderona, se había encontrado tranquilo y relajado, casi ajeno a
los odios y a las iras que se encarnizaban con la Republica.
Percibí algo especial en esas réplicas de la número 14 de Michael
Thonet, que encontré en la tapicería de Juan Vicente Comes. Las formas onduladas de la silla tenían algo
diferente, demasiada armonía, demasiada elegancia y un lacado en negro, ya
envejecido que dejaba entrever la modesta veta del haya vaporizada y curvada.
No pude evitar cogerla y verla de cerca, me sorprendió el cuello
torneado sutilmente de una de ellas y los refuerzos de fundición colocados
entre las patas y el bastidor laminado. Eran unas piezas metálicas elegantes y
demasiado bien hechas para haber sido puestas por su propietario. Continué
explorando, mientras Isabel, la mujer de Juan Vicente, me miraba esbozando una
sonrisa desde su máquina de coser.
- ¿Que buscas, Pedrín…? –me preguntó, al tiempo que cruzaba miradas
cómplices con Vicente y Rafa, los oficiales de su marido.
- No sé, algo…, es que me da la sensación de que estas sillas tienen
algo especial…, no sé, parecen unas Thonet auténticas…, aunque nunca en mi vida
he visto una de ellas, una de las auténticas, quiero decir.
- La clienta dice que son buenas, tienen bastantes años.
- Buenas son…, mira esta pieza de aquí, este refuerzo de fundición.
Le acerqué la silla a Isabel y los dos examinamos el aplique.
- Si fuesen las que fabricaba Kohn, que eran las originales, llevarían
una numeración y etiqueta…, pero es que no las veo –comenté observando
atentamente el aro del bastidor- espera, espera…, mira ese pedazo de madera más
clara…, ahí podría haber estado la etiqueta.
- Es verdad –convino Isabel.
-Voy a ver las otras.
Las Thonet se dejaron izar y manipular entre mis manos, me enseñaron
todos sus rincones, sus tornillos oxidados, las recaladas en las que aún
permanecían enterrados los restos de la rejilla original y algo que me erizó la
piel.
- ¡Aquí está, aquí está…! –exclamé excitado al descubrir la etiqueta de
papel en la que difícilmente pude leer en voz alta- Joseph Hoffmann.
- A ver, a ver –rogó Isabel- es verdad, ahí está…., si ya te lo decía
Pedrín, que la dueña me había dicho que eran muy antiguas y buenas, todo lo que
hay en esa casa es bueno y viejo, parece un museo…, te gustaría.
- ¿Pero qué es…?, un piso de esos del centro de Valencia…, ¿un chalé…?.
Isabel sonrió y negó con la cabeza.
- Es un palacete… -murmuró mirándome a los ojos y sin dejar de sonreír,
siendo honesta y no desvelando el nombre de la clienta.
- ¿Un palacete…?, ¿La Pobleta…?.
La sonrisa de Isabel se fue disipando, arqueó las cejas y afirmó con la
cabeza. Vicente, que estaba trabajando en una de las Thonet y Rafa también miraron con la misma expresión de sorpresa.
- Exacto –concedió por fin Isabel y saliendo lentamente de su sorpresa.
- La Pobleta…., madre mía, llevo años pedaleando por sus alrededores con
la Bicipalo. ¿Sabías que Azaña trasladó allí el gobierno de la Republica
durante un tiempo…?.
Isabel afirmó con la cabeza y yo eché una última mirada a la Thonet…, el
mismo Azaña podría haber tomado café sentado en ella, en alguna de las terrazas
mientras contemplaba las mismas cumbres que yo contemplo todos los fines de
semana.